>> lunes, 28 de septiembre de 2009




***

   

Es la idea pura de volver atrás, volver a regocijarse en esa
cama vieja y aplastar los sueños en esa almohada de pluma
de ganzo. La cuál te dobla la edad y todavía reserva las
manchas de saliva de tu padre o tu tío, en aquella época
en que todavía se babeaban de sus sueños infantiles.

Regresar a los patios en los cuales la sombra risueña que
los cubre pertenece a una enredadera vieja también, tanto
como el limonero del que sacás jugosos y exuberantes
limones brillantes de amarillo, antes del almuezo, para
exprimirlos con la mano por sobre un trozo de carne frito.
Porque es más sano, y así la comida no cae pesada.

Pobre estómago de nutricionista, qué será de él, sin las
milanesas de la abuela, o el tuco de la tía, o las vainillas
de la bisabuela. Qué será de las casas sin una enredadera.
Esas que poseen paredes. Y no al revés.

Esa savia blanca que adorna el interior de los
árboles del fondo.

Qué será de los bancos en las veredas de las casas hechas
a mano, sin esa glisina que adorna la sed del frente de esa
misma casa. El jazmín que huele a sexo virgen de mujer,
y la rayuela que dibujaste ayer para saltar de la tierra al
cielo y del cielo a la tierra.

Ese juego que te lleva y  -si tenés suerte-  te trae de
regreso, hacia la tierra. Hacia el calcio impoluto de tus
dientes de leche.

Tus raíces. 


* * *

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>> sábado, 26 de septiembre de 2009




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Gregorio Cuevas era un oficinista cansado. Él siempre trabajaba 
de día, y dormía de noche. A Gregorio siempre le había gustado 
la noche, pero nunca podía disfrutarla, porque para lograr ésto, 
debía dejar de dormir, y si dejaba de dormir no podía trabajar, 
y si no trabajaba no comía, y si no comía le daba hambre.
Una noche decidió ir a la playa y mojar sus pies en el mar. 

Enseguida supo lo que era ese movimiento sísmico por debajo 
de las uñas del pie. Ese reflujo constante de agua salada entre 
los dedos, que iba y venía, como perdida en un viaje de bote 
naufragado en medio de la nada. Las pestañas se le agolpaban 
en un abrir y cerrar de ojos como a la velocidad de la luz, 
como si no estuviera enterado del instante, como si esa 
percepción helada entre los dientes fuera de otro momento, 
otro lugar, otro yo.
    
Él sabía perfectamente lo que era esa decantación de yodo 
sobre las   pantorrillas, o el caudal de océano congelado 
trepando por los muslos, aferrándose a cada pelo, mordiendo 
cada poro para no resbalar y caer otra vez al mar. El océano 
lo absorbía.
    
Aquella noche de juventud que había pasado durmiendo 
sobre los médanos a unos metros de esa playa, tomaba 
la forma de un recuerdo lejano y fantástico, un unicornio 
desaparecido, que se apresuraba a saltar desde su memoria 
al espacio vacío, como si quisiera escapar del tiempo.    
 Pero de repente lo despertó la luna, y le mostró el lado 
oscuro mientras él mismo se iba percatando de la hipérbole 
de las nubes queriendo conquistar el azul de la madrugada.
  
A todo esto Gregorio recordó aquella historia del fauno de 
cuernos amarillos, protector del equilibrio, que cantaba 
desde arriba, desde alguna de esas nubes, pidiéndole que 
le conceda un poco de piedad al sol, al día, al alba. Pero él 
se negaba en un dos por cuatro porque no quería dejar 
de contemplar a esas nubes de la noche, que parecían 
enterrársele en los labios. Sabía perfectamente lo que esa 
fricción de pensamientos significaba.
  
 Se había enamorado de la noche a tal punto que no quería 
despertar del sueño. Ese sueño en que pudo observar 
a las nubes, escupirle al lado oscuro de la luna, abrazar a 
las estrellas y al terminar el espectáculo, ponerse sobre 
sus pies y caminar hacia la marea que comenzaba su viaje 
hacia la nada, hacia el más allá en el horizonte rozado por 
el amanecer.
    

Él sabía perfectamente lo que significaba esa sensación de 
alma partida entre los ojos, y no quería otra cosa que 
no fuera dejarse llevar por la marea ni bien comenzara 
a salir el sol, para nunca dejar de ser parte de esa noche, 
y ser una gota más en toda su inmensidad.

 Pues Gregorio, entendió que siendo parte del mar, 
no iba a tener más hambre


* * *

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>> martes, 22 de septiembre de 2009

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Y si la noche te escupe la cara a estas horas, debe ser porque 
no hiciste las cosas del todo bien. Hoy podrías estar sentado 
frente al Jardín con esa Mon Cherie, esa mujer a la que 
espantaste de manera rotunda con historias de vias secas 
y paredes ensangrentadas. Pero sin embargo estás más solo 
que la luna y la noche te escupe la cara con sabor a perro 
muerto, a osamenta tirada al borde de la ruta que todos 
ven y nadie recoje. El cielo raso te aplasta sin pedir 
permiso y la boca te sabe a tierra estancada y tenés ese 
gusto salado en los labios que te queman y te sangran cada 
vez que intentas humedecerlos con la lengua que también 
se te seca a estas altas y desesperantes horas de la noche.
     Sentís que el zapato se te hunde cada vez más en 
la mierda y no podés descifrar el color de lo que buscás. 
Las baldozas de tu dormitorio se metamorfosean en arenas 
movedizas y se van tragando de a poco -para que lo veas 
claramente- todo lo que suponés vale la pena en tu vida: 
los libros de cuentos y ensayos que cada tanto hojeas y que 
permanecen inútilmente tirados al costado de la cama; las 
estanterías llenas de telarañas que guardan recuerdos de 
un futuro que no fue; la mesita que sostiene la máquina de 
escribir de tu abuelo, que ya casi nunca usás; el orden 
infausto de tu cama tendida con diez centímetros de 
frazada a cada lado, y la almohada a la que perfumás con 
la gracitud de tu pelo que no lavás hace ya una eternidad.
     Qué es lo que falta en el calendario que cuelga de la pared 
oscura de ese hoyo tuyo. Ese hoyo negro y repugnante al 
que llamas dormitorio y que te sacude las vísceras en la 
mitad de la madrugada, cuando despertás de esas pesa-
dillas frecuentes que tenés vos, todas las santas y 
asquerosas noches. Qué es lo que te da miedo si a fin de 
cuentas la tragedia ya pasó  y la noche ya te escupió la cara 
y la boca te sabe a mierda y los labios te arden como 
volcanes en erupción. Qué te falta para morir en Paz, si no 
hay nada que te haga recordar el dulce aroma de las flores 
y te haga sonreir con las palomas en libertad.
     Qué es... pues debe ser la poesía que todavía duerme 
adentro tuyo como un dragón entumecido esperando 
que lo despierten de un flechazo. O como un par de 
montañas escondidas atrás de la selva. Como un conjunto 
de camuflajes intensos que te pudre la garganta en un 
do re mi. Cuando la noche te escupe la cara y queres 
devolverle el escupitajo y no te salen más que mounstros 
y demonios por la boca, y por la nariz un vomito 
espeso y verde de estómago vacío.
     Qué será lo que te impide clavarte un fierro en las venas 
y ver fluir ese río de sangre oscura que te va manchando 
la camiseta y el pantalón mugriento que no es ninguna 
obra de arte. Y verte desangrar de a poco, si, con el placer 
de saber que no vas ya a volver sufrir. Y sentír que todo se 
termina y descubrir como la boca se te va ablandando y 
el vomito ya ni siquiera se puede oler. Y la mierda en el 
zapato ya no importa porque el infierno es para los 
descalzos. Y el whisky que durmió por décadas en la 
alacena casi vacía, ya nunca va a volver a terminarse. 
Y sobre todo, porque nada de todo eso, va a existir si 
eso pasa. Todo va a dejar de ser, para convertirse en un 
solo baño de sangre que no te dejaría volver atrás ni 
aunque quisieras.

     Y de repente, incapaz de moverte por la debilidad que 
te causa la falta de sangre en el cuerpo... morir para ir al 
infierno, no te conforma. Para ese entonces, hay una 
única respuesta. 

Pero tendrías que estar vivo para encontrarla.



* * *

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>> miércoles, 16 de septiembre de 2009




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Como esa ocasión en que la llevé a un museo público, 
que además era de muy buen contenido en materia 
de obras. Algo muy extraño ya que casi desde los 
comienzos de la historia, lo mejor es para algunos 
pocos privilegiados. Pero eso no importa ahora. 
   
Horas, horas nos pasamos frente a ese cuadro de 
Pollock, e increiblemente nuestro cuerpo no nos 
pedía clemencia por cansancio. Es de no entender 
cómo un montón de pinceladas pueden afectar de 
tal manera a la mente y espíritu humano, y llegar 
tan lejos adentro de uno mismo. Como si un meteorito 
se abriera paso en el mar, hasta llegar al fondo del asunto, 
donde todo parecía estar calmado, pero a la vez, 
no dejaba de sacudirse como en un típico 
 movimiento de placas continentales.


* * *

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>> lunes, 14 de septiembre de 2009




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   Sólo el número más alto de ese reloj me corresponde 
ahora. El apocalipsis (o el final que nunca se espera), 
entre los brazos de un ser amado, es lo mismo que nada.
  

   Esa agonía entre los dientes y ese hilo de conciencia 
que no responde por uno. Como la silla al momento de 
tomarse su descanso, al dejar caer sus patas y permitirle 
a la tierra el enredo perverso y hasta pervertido, con el 
lustrado suelo de cerámica vieja.
    

   Suelo de casa empantanada y repleta de fantasmas 
verdes y quebrados. Un piso que la sostiene. Una 
durmiente masa encefálica de madera y cemento al 
mismo tiempo. Y una relajación constante entre el 
terreno natural y la cerámica.Todos sabían que 
llegado el momento, a cada hombre, cada alma 
dormida.

Pero siempre hay peros en el aire.



* * *

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>> martes, 1 de septiembre de 2009




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Todo lo que había pensado acerca de esa mancha oscura sobre el respaldar de su cama, se terminó esfumando de un momento a otro. Aunque es errado decir que se esfumó del todo, en realidad simplemente se trasladó por sus propios medios hacia otras formas de metodología abstracta. Y digo esto porque el testimonio del hombre, me confirmó la existencia de concepciones lógicas acerca de las capacidades físicas y mentales de dicha mancha. Él mismo le había puesto ya un nombre, que supuestamente “Ella” le había confirmado en un sueño. Era ya casi como una persona, un ser normalmente físico que lo acosaba cada noche que dormía a su lado, o encima de él, cada bendita noche. Le respiraba sobre los párpados cerrados y le cubría el pecho con húmedo y asqueroso musgo contaminado.
    Al principio, o mejor dicho cuando la mancha todavía era bastante pequeña, él creía que por el tamaño semejante, ésta no tendría más fuerzas de seguir viajando a través de la pared, para continuar con su invasión habitacional, pero se equivocó. La mancha se hacía cargo de su existencia y cada noche mientras el pobre hombre era vencido por el sueño inevitable, estiraba sus largos brazos de verdín y se montaba sobre cada centímetro nuevo que lograba invadir, con esas uñas de sarro y esos dedos de polvo entre los azulejos. Así iba creciendo, minuto a minuto.
     Se infiltraba en sus sueños, lo manipulaba, lo poseía, no lo dejaba pensar en otra cosa. El hombre, pobre, terminaba siendo la mancha misma, observándose a sí mismo desde la pared y teniendo un gusto repugnante en la boca por momentos. Por ver simplemente cómo se sentía el miedo y la paranoia de su propia expresión, en el aire, desde los ojos de la mancha, o de sí mismo.


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Por una inevitable
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De modo contrario,
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Y esto no es
Rayuela...

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