>> sábado, 26 de septiembre de 2009
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Gregorio Cuevas era un oficinista cansado. Él siempre trabajaba
de día, y dormía de noche. A Gregorio siempre le había gustado
la noche, pero nunca podía disfrutarla, porque para lograr ésto,
debía dejar de dormir, y si dejaba de dormir no podía trabajar,
y si no trabajaba no comía, y si no comía le daba hambre.
Una noche decidió ir a la playa y mojar sus pies en el mar.
Enseguida supo lo que era ese movimiento sísmico por debajo
de las uñas del pie. Ese reflujo constante de agua salada entre
los dedos, que iba y venía, como perdida en un viaje de bote
naufragado en medio de la nada. Las pestañas se le agolpaban
en un abrir y cerrar de ojos como a la velocidad de la luz,
como si no estuviera enterado del instante, como si esa
percepción helada entre los dientes fuera de otro momento,
otro lugar, otro yo.
Él sabía perfectamente lo que era esa decantación de yodo
sobre las pantorrillas, o el caudal de océano congelado
trepando por los muslos, aferrándose a cada pelo, mordiendo
cada poro para no resbalar y caer otra vez al mar. El océano
lo absorbía.
Aquella noche de juventud que había pasado durmiendo
sobre los médanos a unos metros de esa playa, tomaba
la forma de un recuerdo lejano y fantástico, un unicornio
desaparecido, que se apresuraba a saltar desde su memoria
al espacio vacío, como si quisiera escapar del tiempo.
Pero de repente lo despertó la luna, y le mostró el lado
oscuro mientras él mismo se iba percatando de la hipérbole
de las nubes queriendo conquistar el azul de la madrugada.
A todo esto Gregorio recordó aquella historia del fauno de
cuernos amarillos, protector del equilibrio, que cantaba
desde arriba, desde alguna de esas nubes, pidiéndole que
le conceda un poco de piedad al sol, al día, al alba. Pero él
se negaba en un dos por cuatro porque no quería dejar
de contemplar a esas nubes de la noche, que parecían
enterrársele en los labios. Sabía perfectamente lo que esa
fricción de pensamientos significaba.
Se había enamorado de la noche a tal punto que no quería
despertar del sueño. Ese sueño en que pudo observar
a las nubes, escupirle al lado oscuro de la luna, abrazar a
las estrellas y al terminar el espectáculo, ponerse sobre
sus pies y caminar hacia la marea que comenzaba su viaje
hacia la nada, hacia el más allá en el horizonte rozado por
el amanecer.
Él sabía perfectamente lo que significaba esa sensación de
alma partida entre los ojos, y no quería otra cosa que
no fuera dejarse llevar por la marea ni bien comenzara
a salir el sol, para nunca dejar de ser parte de esa noche,
y ser una gota más en toda su inmensidad.
Pues Gregorio, entendió que siendo parte del mar,
no iba a tener más hambre
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