>> miércoles, 26 de agosto de 2009

La excelencia de un gobierno 
no se juzga por su orden.
Lao-Tsé 
  

   
           * * *        

       

Hacia afuera, la parada del 105 se acercaba corriendo, los 
semáforos se abrían como en un relato surrealista y el 
paraguas de José se cerraba al mismo tiempo que asumía 
la posición necesaria para subir los dos escalones altísimos 
del vehículo. No mucho después, dentro del colectivo, un 
manojo de llaves luchaba infelizmente con el bolsillo 
apretado de algún traje gris del fondo. Se concebía a sí
mismo como un regulador de conciencia, el mismísimo 
bolsillo se transformaba en un asqueroso emperador de 
la censura o en un chaleco de fuerza que las ahorcaba y 
las estrangulaba en un solo terror. 
   Pero no se rendía el manojo de llaves. Sucumbía al 
silencio con un par de gritos de agudísimos desiveles, 
que como es de saber, no escaparían al oído del poeta 
cansado (que dormía sentado en el asiento número cuatro 
de la fila izquierda).  Una gota filtrada de lluvia le recorrió 
la cara y lo despertó, y sintió como si esa gota fuera el 
mismo mesías encubierto de moléculas pequeñitas. 
Sin sorpresa ya, una mano le rozó el hombro al pasar 
hacia adelante, para bajar por donde no es debido. Casi 
metafóricamente sintió el dolor vanidoso de esas gotas 
que no se podían enterrar en el hueco de la ventana.
   No habían sido capaces de igualar a aquella gota filtrada 
y piadosa que le quitó la venda de los párpados en un 
santiamén. Cuando las vio correr por el cristal sucio y 
empañado, supo entender que en mayoría se apuraban 
por entrar, aunque no podían. Su instinto animal colapsaba 
la entrada microscópica y todas morían ahogadas en una 
misma humedad. Y así iban a parar en un suicidio 
instantaneo, a esa explosión milésima contra el asfalto. 
Corrían a velocidades tan abstractas por encima del vidrio 
y era tan obvio su descenso, que le permitían al poeta -por 
siempre cansado- imaginar antes de tiempo ese estallido 
inhumano, ese latigazo desprendido, ese último respiro 
agonizante sobre el asfalto, manchado de smog y aceite 
de motor.
   En cambio las libres lograban un trance de desgarra-
miento directo. Un sacrificio sagrado sin la mínima 
necesidad de sacralización. Eran las que viajaban hacia 
un destino directamente proporcional al edén de la lluvia 
de invierno. Sin quererlo ese mismo poeta, que había 
durado un minuto pensando en ese edén de las gotas 
libres, se volvió a encontrar con el canto desesperado 
de las llaves que aún luchaban con la ineptitud elitista 
de algún traje del fondo. Apretado, políticamente 
correcto, miserable como las gotas colapsadas entre la 
rajadura del vidrio ventanal.    Pero por otros lados, 
aunque no tan lejos, un despistado del primer asiento a 
la derecha, descartaba de manera obvia que su cigarrillo 
pudiera encenderse desde el final hacia el principio. 
Él quería empezar por el final, por esa coagulación 
de químicos concentrados en dos centimetros de mísero
filtro. Porque claro, pensaba que si lograba sobrevivir a 
su inminente ataque, sería capaz de soportar cualquier 
cosa, y lejos de saberse ingenuo, eso le daba un buen 
autoestima antes de bajar del micro y encontrarse cara 
a cara con la realidad.     Sin embargo, todavía no se ha 
descubierto cuál es el final, ni mucho menos el principio. 
El mundo se había hecho para usarlo de esta manera,  
y no se atreva nadie a rasgar el extremo  de dicha orden.



  * * *   


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